ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.31083

¿EN QUÉ SENTIDO, SI LO HUBIERA, ES LA TEORÍA EDUCATIVA «POLÍTICA»? UNA PERSPECTIVA PRAGMATISTA

In Which Sense, If Any, Is Educational Theory ‘Political’? A Pragmatist Perspective

Kai WORTMANN
University of Jena. Germany.
kai.wortmann@uni-tuebingen.de
https://orcid.org/0000-0003-2230-9538

Fecha de recepción: 30/11/2022
Fecha de aceptación: 12/01/2023
Fecha de publicación en línea: 01/07/2023

Cómo citar este artículo / How to cite this article: Wortmann, K. (2023). ¿En qué sentido, si lo hubiera, es la teoría educativa «política»? Una perspectiva pragmatista [In Which Sense, If Any, Is Educational Theory ‘Political’? A Pragmatist Perspective]. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 35(2), 71-90. https://doi.org/10.14201/teri.31083

RESUMEN

Este artículo aborda la cuestión de en qué sentido, si lo hubiera, la teoría educativa debe considerarse como «política». Desde una perspectiva pragmatista, analiza tres significados del término: primero, lo político como una excepción, como la interrupción del orden existente de Rancière, y segundo, lo político como algo que de por sí viene dado, como en el concepto de iteración de Derrida. En tercer lugar, el artículo se orienta hacia el alegato de Rorty para la interpretación de la filosofía como política cultural, esto es, como intervención en el discurso público en curso. Se ha argumentado que este tercer significado del término es más apropiado para interpretar lo político de la teoría educativa, ya que es un término moderado de forma realista y permite analizar la eficacia política de la teoría educativa. Estas consideraciones se enmarcan tanto en una reflexión sobre la propia posibilidad de esbozar distinciones entre teoría y política, como en una perspectiva sobre las posibles consecuencias derivadas de una interpretación de la teoría educativa como política cultural. Ante este panorama, el artículo cuestiona por qué apenas podemos ver alguna teoría educativa relevante públicamente y ofrece propuestas para una «crítica amable», una actitud cuidadosa hacia nuestras propias prácticas de investigación, situaciones y grupos.

Palabras clave: teoría educativa; lo político; metateoría; pragmatismo; Richard Rorty; Jacques Rancière; Jacques Derrida.

ABSTRACT

This paper tackles the question of in which sense, if any, educational theory should be considered as ‘political’. From a pragmatist perspective it evaluates three meanings of the term: first, the political as an exception, such as Rancière’s interruption of the existing order, and second, the political as something that is always already given, such as in Derrida’s concept of iteration. Third, the paper turns towards Rorty’s plea for understanding philosophy as cultural politics, i.e., as intervention into the ongoing public discourse. It is argued that this third meaning of the term is better suited for understanding the political of educational theory as it is realistically modest and enables to analyze the political effectiveness of educational theory. These considerations are framed by both a reflection on the very possibility of drawing distinctions between theory and politics as well as an outlook on possible consequences following from an understanding of educational theory as cultural politics. In the outlook, the paper asks why we can hardly see any publicly relevant educational theory and provides suggestions for a “caring critique”, a careful attitude towards our own researching practices, situations, and assemblies.

Keywords: educational theory; the political; metatheory; pragmatism; Richard Rorty; Jacques Rancière; Jacques Derrida.

Tengo dudas sobre la relevancia de la filosofía en la educación, por la misma razón por la que tengo dudas sobre la relevancia de la filosofía en la política. (Rorty, 1990, p. 41)

1. INTRODUCCIÓN

Este artículo analiza una doble inquietud: por un lado, hacia una interpretación de la teoría educativa como una reflexión puramente científica y, por lo tanto, apolítica, y por otro, hacia una interpretación de la teoría educativa como política en sí misma, y que por ello corre el riesgo de presentar su propia práctica de teorización como activismo político. En cambio, este artículo persigue una actitud más realista hacia nuestras propias actividades teóricas educativas ofreciendo diferencias entre teoría educativa y política y describiendo las posibilidades de su relevancia política1.

Argumentaré que la relevancia política de la teoría educativa es solo una posibilidad y, por lo tanto, no un automatismo: no toda teoría educativa es política —incluso si afirma esto sobre sí misma y sin duda no por su mera reivindicación. En esta línea, el artículo aspira a cuestionar de un modo autorreflexivo la naturaleza de la teoría educativa con respecto a su relevancia política. Por lo tanto, no aborda lo político en el ámbito de la teoría educativa, sino que cuestiona la cualidad política de la propia teoría educativa.

Evidentemente, aquí «teoría educativa» no se refiere a un sistema cerrado de proposiciones, sino que debe entenderse como práctica: precisamente como aquello que hacemos los teóricos educativos. En la medida en que esto incluye prácticas muy diversas como escritura, lectura, exposición, discurso, enseñanza y muchas otras, «teoría educativa» en singular es un término problemático. Sin embargo, si asumimos que estas prácticas no se realizan completamente desconectadas unas de otras, podríamos hablar de teoría educativa como la organización de prácticas en paquetes o constelaciones de prácticas (Schatzki, 2002, 2012). En este sentido, este artículo pretende considerar la teoría como actividad (Karcher y Rödel, 2021)2.

Para responder a la cuestión planteada en el título sin que la respuesta sea que la teoría educativa simplemente no es política, o que es en sí misma política, este artículo ofrece una descripción alternativa de la relación entre teoría educativa y política. La razón de la demanda de conceptualización de la teoría educativa no como siempre política es que de otro modo los teóricos educativos quizás podríamos acabar siendo más bien teóricos de lo político. La razón de la demanda de conceptualización de la teoría educativa no como nunca política es que de otro modo renunciaríamos a grandes logros históricos de nuestra disciplina (Tröhler, 2003).

La pregunta de en qué sentido nuestra actividad de investigación es política se convierte en aún más apremiante si consideramos, como escribe Oelkers, que educación es «"la" disciplina politizada por excelencia. Participa en debates sociales, adopta una posición, y queda por lo tanto atrapada en dualismos políticos, por lo que debe decidir dónde estar y dónde no quiere estar» (Oelkers, 2015, p. 37). A causa de este carácter político de la educación, «se requiere una estrategia para ejercer influencia en la esfera pública, para determinar el lenguaje y no dejar que investigadores del cerebro o filosofía de medios obtengan lo mejor de ella» (ibid., p. 43, énfasis añadido).

Este artículo plantea la cuestión de qué debe entenderse como «política» si se usa como descripción de la actividad de realización de teoría educativa. Continúa la cuestión con dos distinciones. La primera distinción (3) es entre «política» y «lo político», que se ha convertido en algo común en teoría política. Aquí, el artículo se centra en las ideas de Jacques Rancière y Jacques Derrida. La segunda es la distinción que hace Richard Rorty entre «política» y «política cultural» (4). En ambas partes presento en primer lugar la distinción y, a continuación, examino qué puede significar lo que llamamos teoría educativa política en este sentido. Sin embargo, comienzo con reflexiones preliminares sobre la naturaleza de estas distinciones (2). Por último, ofrezco una perspectiva sobre las posibles consecuencias derivadas de interpretar la teoría educativa como política cultural (5).

2. TEORÍA Y POLÍTICA: SOBRE LA NATURALEZA DE LAS DISTINCIONES PELIGROSAS

Introducir una clara distinción entre teoría y política que implica teoría que no siempre es también política no parece estar en boga en este momento. Por lo tanto, comenzaré con una cita de Karl Mannheim, que en su influyente libro Ideología y Utopía en 1929 escribió:

La discusión política posee un carácter fundamentalmente distinto de la discusión académica. Se esfuerza no solo en tener razón, sino en demoler los cimientos de la existencia intelectual y social de su adversario. Por lo tanto, la discusión política penetra más profundamente en los fundamentos existenciales del pensamiento que la discusión que solo piensa en términos de unos cuantos «puntos de vista» seleccionados y considera únicamente «lo teórico» de un argumento (Mannheim, 1929/1972, p. 34).

A simple vista, la jerarquización de Mannheim parece irritante. Uno puede pensar que el discurso académico es más fundamental y profundo que el simple discurso político, pero Mannheim concibe la relación al contrario: mientras el discurso político tiene como objetivo el «fundamento existencial» e incluso los «cimientos de la existencia» del adversario, el discurso académico «solo» se centra en la superficie de la teoría.

Además, la distinción de Mannheim es sorprendente en su rigor, ya que se trata de una diferencia «fundamental». Las diferencias fundamentales —como argumentación fundamentalista en general— nos son ajenas hoy en día. El «antifundacionalismo» (Rorty, 2009) o "posfundacionalismo» (Marchart, 2013) ha conseguido un amplio consenso en las ciencias sociales y culturales3. El término «posfundacionalismo» expresa, por un lado, que el rechazo a cualquier fundamento puede convertirse fácilmente en fundamentalista, a la vez que, por otro lado, difícilmente puede prescindirse de estos fundamentos en el sentido de actividades fundacionales. Por ejemplo, cuando Butler habla de «fundamentos contingentes» (Butler, 1992) en este sentido, bien podría vincularse con el concepto de ideología de Mannheim. Solo porque, como Mannheim ha puesto de relieve, todo conocimiento y pensamiento, y por lo tanto también el propio, está condicionado necesariamente por el modo de entender la vida y la socialización, sigue proporcionándose esta justificación y fundamento; lo que sucede es que la demanda de justificación última de estas operaciones se ha vuelto insostenible.

Razones y distinciones deben por lo tanto ser convincentes sin recurrir a fundamentos concluyentes. La afirmación ofensiva de esta contingencia de una propia teorización también me parece necesaria en términos políticos-democráticos. Después de todo, la democracia podría ser definida como un intento de institucionalizar la falta de fundamentación de sus propias instituciones políticas. Esta autorreflexión crítica ya forma parte del pragmatismo experimental de John Dewey: en contraste con posiciones liberales como las de John Stuart Mill o Hannah Arendt, que trazaron la distinción entre lo público y lo privado teóricamente o incluso ontológicamente, Dewey destaca que esta «línea de demarcación […] debe descubrirse experimentalmente» (Dewey, 1927/2016, p. 107). Para Dewey, esta demarcación solo sería posible en base a propiedades claramente determinables de estado e individuo. Sin embargo, en la medida en que estas están siempre en proceso de desarrollo, eluden una diferenciación puramente analítica o incluso la determinación de relaciones. Para Dewey, la negociación de la frontera público-política se deja, por lo tanto, de un modo autorreflexivo, a los procesos político-experimentales, que siempre tienen que ser colectivos-públicos.

En este sentido experimentalista, quisiera validar la verosimilitud de la razón por la que la teoría educativa no debería interpretarse como actividad política por sí misma. Al hacerlo, coincido con aquellos que no identifican una diferencia fundamental, es decir, esencialmente fundamentada, entre teoría y política; sin embargo, desearía argumentar las ventajas que podría aportar el hecho de destacar tal diferencia, especialmente en términos políticos, y por qué formular la diferencia podría ocasionar problemas.

Las diferenciaciones y problematizaciones propuestas más adelante pueden entenderse como un recurso que toma en cuenta la naturaleza polémica de la legitimación social y la constitución antagónica de lo social. Sin embargo, esto no significa que lo presupone ontológicamente —como, por ejemplo, hace Mouffe recurriendo a Heidegger— y lo toma como incuestionable punto de partida, ya que de otro modo sería autocontradictorio.

Quisiera aclarar este posicionamiento con respecto a la conexión entre experimentalismo entendido en términos pragmáticos y antagonismo entendido en teoría de la hegemonía mediante dos citas de Mouffe y Brecht. Cuando Mouffe escribe: «La sociedad está permeada por la contingencia y cualquier orden es de naturaleza hegemónica, es decir, es siempre la expresión de relaciones de poder» (Mouffe, 2013, p. XI, énfasis añadido), entonces la naturaleza contingente de la propia concepción de hegemonía parece precisamente no ser considerada. En este sentido, Mouffe y Laclau también atestiguaron «una esencialización problemática de una ontología política concebida como conflictiva» (Martinsen, 2019). Si uno sigue ahora a Mannheim de nuevo, que interpreta el «conflicto político» como una «forma racionalizada de la lucha por la predominancia social» (Mannheim, 1929/1972, p. 35), podría reconocer que dicha esencialización como es asumida por Mouffe y Laclau no es necesariamente problemática para una teoría política —en la medida en que podría interesarse solo por lo político—, sino pedagógica, en la medida en que uno no está preparado para dejar que se funda completamente en una teoría sobre lo político.

Al contrario que Mouffe, Brecht no presupone pensamiento político, pero lo contrasta con el tipo de pensamiento que debe eludirse cuando escribe que «para evitar una argumentación pura, […] uno debe tener presente en todo momento que siempre está pensando en un estado de lucha» (Brecht, 1967, pp. 176-177). A este respecto, este ensayo presupone que la autodescripción del pensamiento como «siempre en lucha» en el sentido de un hecho inevitable —o incluso, como con Mouffe, precondición— podría no conducir a la propia lucha. Para poder representar esta posición sin entrar en una autocontradicción, debo presuponer un más allá de la lucha a partir de la cual esta consideración de idoneidad puede realizarse —que, sin embargo, no es necesariamente la «argumentación pura» de Brecht, pero que puede interpretarse muy bien como siempre situada y reconocida socialmente—, ya que «uno […] vive en la compañía y dependencia de otros perceptores y consejeros» (Brecht, 1967, p. 177). Sin esta precondición de la posibilidad de ir más allá de la lucha hegemónica, las siguientes consideraciones no serán convincentes.

3. PRIMERA DISTINCIÓN: POLÍTICA Y LO POLÍTICO

3.1. La distinción

La primera distinción que quisiera debatir en términos que sean de utilidad para responder a la pregunta de en qué sentido, si lo hay, la teoría educativa puede ser considerada como política es la que hay entre «política» y «lo político». Esta distinción, común en teoría política y también usada en teoría educativa4, distingue política (la politique, die Politik) como acción dentro de instituciones políticas de lo político (le politique, das Politische) como ir más allá de estas instituciones o interrumpirlas, desafiarlas y transformarlas. Mientras el terreno de la política puede definirse con relativa precisión —por ejemplo, diplomacia, trabajo de partido o sindicatos— la especificidad de lo político es concebida de un modo altamente contradictorio por diferentes autores.

A pesar de toda la heterogeneidad en las determinaciones de lo político, pueden identificarse dos tendencias, que Martinsen resume en «todo es político», por un lado, y la «"supresión" de lo político», por otro (Martinsen, 2019, pp. 586-587). Podría decirse que la primera tendencia concibe lo político como algo determinado en sí mismo y precedente, en realidad quasi prima philosophia, ya que un momento iterativo es inherente en cada acto (Derrida, 1982a, 1982b)5. Al contrario, la segunda tendencia concibe lo político como una excepción y por lo tanto concretamente como una desviación, negación o «interrupción» (Rancière, 1999, p. 11) de lo determinado. Wolin, por ejemplo, afirma que «lo político es episódico, excepcional» (Wolin, 1994, p. 11) y Lacoue-Labarthe y Nancy hablan de la «retirada de lo político» (Lacoue-Labarthe, y Nancy, 1981, p. 18).

3.2. ¿En qué sentido debe considerarse la teoría educativa como «política»?

En sentido estricto, la distinción entre política y lo político tiene dos vertientes. Si relacionamos estas distinciones con la naturaleza de la teoría educativa, parece claro que la teoría educativa difícilmente puede concebirse como parte de la «política».

Pero ¿en qué medida es parte de «lo político» o al menos puede ser interpretada como «política» en este sentido? Más adelante, argumento que ambos conceptos de lo político son problemáticos para la autointerpretación de la teoría educativa. Al hacerlo, no deseo sostener que no es posible usar los términos fecundamente, sino que quisiera plantear que cuando los usamos de este modo, al menos deben considerarse los problemas subsiguientes y tratarse cuando se trata de una interpretación propia.

Debemos considerar primero el caso en que lo político se concibe como una excepción, tal como la interrupción del orden existente de Rancière6. Para Rancière, esta interrupción puede producirse cuando, en nombre de la igualdad, la «parte de aquellos que no tienen parte» (Rancière, 1999, p. 11) es exigida, esto es, la consideración de lo político de aquellos sujetos a los que, de acuerdo con la policía, es decir, el orden dominante, se les ha negado la igualdad y por lo tanto la capacidad de expresarse. Esta interrupción difícilmente puede acreditarse en muchas actividades de teoría educativa, ya que la teoría educativa necesariamente se produce sobre todo de acuerdo con el orden policial, y es practicada por sujetos que, como norma, pueden ser encuadrados en una posición prácticamente privilegiada como portavoces en este orden. La teoría educativa —por lo menos en su forma académica, por ejemplo, como hacemos en esta publicación— podría en este sentido dar fe de eventos políticos e introducirlos en el discurso académico, pero difícilmente podría ser política en sí misma7.

La teoría educativa que da fe de lo político podría aprender del propio Rancière, quien repetidamente influyó en las concepciones sociales de literatura, arte y cinematografía, y también pedagogía y política, en muy diversas intervenciones (p. ej., Rancière 1989, 1991, 1994, 1999, 2011). Sin embargo, esta forma de teoría educativa primero tendría que estar acompañada por un reajuste radical de su forma (Grabau y Rieger-Ladich, 2019). En segundo lugar, la aplicación sistemática de esta interpretación propia podría requerir que la teoría educativa se aleje de su demarcación hacia lo empírico, como hace el mismo Rancière de modo impresionante. En este sentido, se podría hablar también de una filosofía empírica de la educación, siguiendo a Dewey y Latour (Dewey 1938/1997, p. 25; Latour 1997, p. 52, véase también Schildermans, Vlieghe y Wortmann i.p.). Hablando positivamente, podría decirse por lo tanto que una teoría educativa que se interprete a sí misma como testimonio de una interrupción política está todavía en gran parte por venir y podría por lo tanto ofrecer un elevado potencial para estimular un mayor desarrollo de las prácticas de teoría educativa. Sin embargo, esta autointerpretación debe distinguirse de la que se interpreta a sí misma como política.

Volvamos ahora a la segunda interpretación de lo político como algo que viene dado de por sí. Ante todo, puede afirmarse que con esta suposición, las valiosas posibilidades de diferenciación posiblemente se pierden. En este sentido, Bedorf afirma, «si todo es político, no es nada, y hablar de lo político pierde su poder discriminatorio» (Bedorf, 2010, p. 33)8. Si, por ejemplo, Horkheimer (1937/1982) fue capaz de basarse en el contraste entre un mero análisis de condiciones existentes y su superación para hacer su famosa comparación de teoría tradicional y crítica, es decir, distinguir entre diferentes modos de comportarse o no comportarse respecto al orden político existente9, una teoría educativa política en este sentido habría retrocedido al hecho de que la superación —o al menos un potencial de superación— está siempre de por sí en la propia teoría.

Esto me parece problemático en al menos dos sentidos. El primero ya ha sido apuntado en: si contemplamos cada declaración teórica educativa, cada texto producido, como una implicación en la «lucha de clases» de la sociedad civil (Gramsci), nos arriesgamos a perder de vista la cuestión de la relevancia política real. Distinguir entre textos que tienen un alto poder inspirativo y otros que son raramente leídos o de difícil lectura sería prácticamente imposible – ambos serían igualmente políticos. Butler plantea un problema estructuralmente similar respecto a la interpretación de iterabilidad de Derrida: mientras en la interpretación que hace Butler de Bourdieu «no tiene en cuenta el modo en que los actos performativos pueden romper con contextos existentes», Derrida «parece instalar la ruptura como una característica estructuralmente necesaria de cada declaración […] paralizando por consiguiente el análisis social de declaración convincente» (Butler, 1997, p. 150, énfasis añadido).

Además, concebir la teoría educativa como algo político en sí misma parece peligroso, ya que las expectativas de la teoría educativa creadas desde este punto de vista son demasiado altas, casi nunca pueden alcanzarse, o como mucho solo en casos excepcionales. Esto se debe a que es casi imposible demostrar que la teoría educativa ha contribuido a un progreso político concreto, sin importar si se define como reforma o revolución10. Por lo tanto, el punto de vista de que la teoría educativa es por sí misma algo político corre el riesgo de provocar decepciones tanto en la teoría educativa como en la política, lo que puede llevar a apartarse o hasta un excesivo distanciamiento y aislamiento de ambas.

Aunque lo político es concebido teóricamente en detalle y está vinculado a la evidencia empírica, en mi opinión muchos teóricos devalúan implícitamente la pura política (Jörke, 2006). Esta devaluación es expresada, por ejemplo, por Hebekus y Völker limitando la política al «ejercicio de poder técnico, gubernamental» (Hebekus y Völker, 2012, p. 15) o Bedorf reconstruyendo la política como consistente en un «orden de lo empírico que está atrapado en lo viable" (Bedorf, 2010, p. 14, énfasis añadido), mientras lo político se asigna a la venerable tarea de su propio «redimensionamiento» (ibíd., énfasis en original)11. Arendt, por ejemplo, entiende lo político como una norma para la política, Rancière entiende lo político (en terminología de Rancière: política) posicionado como una interrupción del orden político (en Rancière: policía), o Lefort y Nancy —cada uno de diferente manera— entienden lo político presupuesto como base necesaria de la política, de modo que hay espacio para suponer que la teorización de lo político está implícitamente priorizada sobre la actuación en política.

En esta sección, partiendo de la distinción entre «política» y «lo político», he intentado mostrar que la teoría educativa, en primer lugar, no es algo político en el sentido de pertenecer a la política. En segundo lugar, al menos en su estado actual, que la teoría educativa difícilmente puede ser entendida como algo político en el sentido de interrupción o suspensión del orden existente, y en tercer lugar, que la teoría educativa concebida como algo político en sí misma implica varios problemas consecuentes, tanto políticos como educativos. A este respecto, la distinción entre política y lo político podría ser de alguna ayuda al describir el carácter político de la teoría educativa. Así pues, a continuación, se considerará otra distinción.

4. SEGUNDA DISTINCIÓN: POLÍTICA FRENTE A POLÍTICA CULTURAL

4.1. La distinción

Como una segunda posibilidad, propongo la distinción que hace Richard Rorty entre política y política cultural. Su concepto de «política» es similar al ya presentado en la primera distinción, que describe la política como la acción dentro de instituciones políticas existentes. En tanto que Rorty promueve decididamente política izquierdista, entiende los actos políticos como una acción comunitaria para proteger a los miembros más débiles de la sociedad frente a los más fuertes12. Contempla la redistribución de riqueza en forma de, por ejemplo, política fiscal, salarios mínimos elevados, así como los derechos de trabajadores y mujeres como herramienta preferida. Esto requiere iniciativas legislativas, lo que a su vez requiere mayorías en parlamentos. Por lo tanto, para Rorty la política es principalmente una cuestión de estrategia sobre cómo tratar de alcanzar la hegemonía, que en una democracia representativa se expresa especialmente en el acto de votar. En consecuencia, para Rorty, los héroes de la política son los colectivos que se levantan por sus intereses contra poderosos y ricos: movimientos de trabajadores y sindicatos, el movimiento por los derechos civiles, feministas o partidos de izquierdas.

En cambio, Rorty se refiere con política cultural a la influencia sobre el modo en que hablamos —y, por tanto, también cómo nos percibimos, a los demás seres humanos y a nuestro entorno. Rorty desarrolla esta interpretación en su libro Filosofía como política cultural (Rorty, 2007), que difiere claramente de sus primeros escritos a este respecto. En sus primeros escritos, Rorty usó «política cultural» como sinónimo de «política identitaria», lo que rechazó críticamente porque dividió a la izquierda americana e hizo que coaliciones necesarias, como las de los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos y sindicatos, fueran más difíciles (véase Rorty, 1999 para este primer tratamiento, así como para las diferencias con el ulterior Wortmann 2022c). En Filosofía como política cultural, por otro lado, escribe: «El término “política cultural” incluye, entre otras cosas, argumentos sobre qué palabras utilizar» (Rorty, 2007, p. 3), para «sugerir cambios en el uso de palabras» y «poner nuevas palabras en circulación» para «ampliar nuestro repertorio de autodescripciones individuales y culturales» (ibid., p. 124). Además, también recoge los «proyectos radicales y negativos que implican erradicar áreas enteras» (ibid., p. 15), tal como su propio proyecto de hacer que hablar de «la verdad» parezca menos atractivo13. Héroes de la política cultural han trabajado para hacer que ciertos términos sean comunes o para dejar una huella perdurable en su significado, como para Rorty, por ejemplo, Freud y Dewey o, añadiría, Butler14.

4.2. ¿En qué sentido debe considerarse la teoría educativa como «política»?

Para Rorty, queda claro que la posibilidad que tiene la filosofía de contribuir a la política es marginal, mientras que puede y debe luchar para convertirse en política cultural. Siguiendo a Rorty, pondré en paralelo esta convicción con la opinión de que la teoría educativa no es política en sentido estricto —como parte de la política— sino que puede ser interpretada como política cultural.

En un texto breve con el revelador título «Los peligros de la sobrefilosofización», que responde a intentos de teóricos educativos para usar la filosofía de Rorty para cuestiones educativas, Rorty escribe explícitamente «Tengo dudas sobre la relevancia de la filosofía en la educación, por la misma razón por la que tengo dudas sobre la relevancia de la filosofía en la política» (Rorty, 1990, p. 41). La filosofía no puede hacer las propuestas concretas que son necesarias en pedagogía, por ejemplo, «un buen nuevo modo de establecer exámenes de acceso a la universidad o de otorgar licenciaturas a profesores» (ibid.) o «experimentos prácticos con didáctica colaborativa, estudios interdisciplinares, integración de recientes estudios sobre raza y género en el currículo» (ibid., p. 44, para un resumen del pensamiento de Rorty en teoría educativa, véase Wortmann, 2022b).

La relevancia pública de la teoría educativa no puede servir, por lo tanto, para justificar prácticas educativas. En respuesta a una pregunta en una entrevista sobre su postura acerca del método educativo de trabajo en grupos pequeños, Rorty replicó que teoría y práctica

van adelante y atrás, pero en un caso concreto como este me parece que solo se puede ver si un experimento pedagógico tiene éxito; si no lo tiene, puede que la teoría quede intacta o puede que no, pero lo que hay que hacer es averiguar si realmente funciona (Rorty en Olson, 1989, p. 4).

Demasiada filosofía podría incluso obstaculizar reformas concretas y experimentos en educación, especialmente si estos son reemplazados por debates teóricos. Estudiosos que solo se involucran en batallas teóricas elitistas «se […] separan innecesariamente de la gente a quienes intentan ayudar, los compañeros-ciudadanos con los que comparten un país y una tradición» (Rorty, 1990, p. 44)15.

La propuesta de conceptualizar la teoría educativa como política cultural permite la distinción respecto a política. O, para decirlo con mayor claridad: la distinción entre política y política cultural puede llevar a la idea de lo que la teoría educativa puede hacer y lo que no. Las concepciones de ambas distinciones —entre política y lo político y entre política y política cultural— están de acuerdo en lo que la teoría educativa no puede hacer: participar en política. Sin embargo, lo que la teoría educativa puede hacer puede ser plasmado especialmente bien por el concepto de política cultural de Rorty: hacer intervenciones discursivas, «contribuir al diálogo que mantiene la humanidad» que «ha engendrado nuevas prácticas sociales y cambios en los vocabularios utilizados en la deliberación moral y política» (Rorty, 2007, p. ix). Resumiendo, la teoría educativa tiene el potencial de iniciar un cambio político-cultural.

5. LA TEORÍA EDUCATIVA COMO POLÍTICA CULTURAL

Rorty sostiene que «la política cultural debe reemplazar a la ontología, y también que si debe o no debe ser en sí misma una cuestión de política cultural» (Rorty, 2007, p. 5). Si la teoría educativa fuese interpretada como política cultural, podría por lo tanto no tratar sobre «averiguar cómo es ‘realmente’ cualquier cosa, sino de ayudarnos a madurar —a hacernos más felices, libres y flexibles» (ibid., p. 124).

Desearía proponer este cambio como un «giro ofensivo en la teorización [educativa]» (Bünger, 2021). Con los argumentos elaborados hasta ahora, un giro ofensivo de la teoría educativa podría problematizarse en dos aspectos y ser solo respaldado totalmente en otro. Dicho «giro» sería delicado tanto si estableciera analíticamente que la formación de teoría es siempre de por sí ofensiva como si demandara normativamente que toda formación de teoría debe volverse ofensiva. Pero si un giro ofensivo en la teorización conduce a un giro en lo que hacemos —teoría educativa— hacia una mayor intervención político-cultural, surgen dos preguntas. La primera es por qué la teoría educativa es rara vez de relevancia pública a pesar del continuo énfasis sobre su propio carácter político16. La segunda pregunta se deduce de esta: se cuestionan las posibilidades y formas de llegar a ser relevante. Como conclusión, me gustaría proponer dos «giros ofensivos» de la teoría educativa: primero un giro contra sí misma —y por lo tanto posiblemente contra nosotros mismos que hacemos teoría educativa— y un segundo giro en la esfera pública.

Primero, entonces, la pregunta de por qué en la actualidad apenas podemos ver alguna teoría educativa relevante. Me gustaría ofrecer una primera respuesta con la «bastante brutal, pero sin embargo esclarecedora» (Sonderegger en Bembeza y Sonderegger, 2020, sin paginación) —diría: útil precisamente porque es brutal— distinción entre «crítica existencial» y «crítica de excelencia» por Kaloianov (2014). Después de esta distinción, una razón para la escasa relevancia pública de la teoría educativa podría ser que se ha alejado demasiado de la crítica existencial a la crítica de excelencia. Mientras la crítica de excelencia lucha por la precisión académica, la crítica existencial se dirige a y contra los problemas cotidianos de los débiles, marginales y oprimidos a partir de sus situaciones existenciales17.

Así que, cuando problematizo que la teoría educativa ha descuidado la crítica existencial, no quiero pedir la dilución de las normas de calidad académicas y, sin duda, tampoco del antiintelectualismo. La razón más importante para esto es que opino que la crítica existencial y la crítica de excelencia son mutuamente dependientes. Si seguimos el concepto de política cultural de Rorty, queda claro que la crítica de excelencia no puede convertirse en superflua, pero sigue siendo necesaria para una crítica existencial sofisticada. Al contrario, la crítica de excelencia verdadera quizás acontece precisamente mediante la crítica existencial, si uno conecta la observación de Kaloianov (2014, pp. 68-70) de que la crítica existencial ha migrado desde la teoría crítica dentro de la filosofía a varios «estudios» (cultural, mujer, género, queer, poscolonial, etc.), con la observación de Butler de que en los últimos tiempos raramente se han producido innovaciones filosóficas en filosofía académica, pero muchas en otras disciplinas con potente investigación teórica (Butler, 2004).

Que la crítica existencial y la crítica de excelencia sean mutuamente dependientes es incluso la causa por la que parece problemático si una de las dos formas de crítica es seguida desproporcionadamente más que la otra en teoría educativa18. En resumen, los potenciales político-culturales de la teoría educativa no se alcanzan cuando solo o predominantemente se practica la crítica de excelencia.

Una segunda respuesta a la pregunta de por qué la teoría educativa tiene escasa relevancia pública obedece a la suposición de que la crítica existencial también representa solo una parte de lo que es posible en teoría educativa, siempre y cuando se mantenga crítica y, como tal, principalmente negativa: se dirige, correctamente y de manera importante, contra las condiciones (educativas) existentes (Wortmann, 2020)19. Mientras proporciona un sofisticado vocabulario para describir lo que es problemático o equivocado sobre ellas o lo que debería cambiarse20, carece de un vocabulario igualmente complejo, matizado y teóricamente sofisticado para describir qué es bueno o correcto y que, por lo tanto, podría valer la pena continuar realizando. Practicar la teoría educativa exclusiva o predominantemente como teoría crítica no puede proporcionar este «conocimiento de orientación e interpretación» (Reichenbach, 2017, p. 19), que el público espera de ella, y de forma justificada (Hodgson, Vlieghe y Zamojski, 2017; Vlieghe y Zamojski, 2019; Wortmann, 2019). De este modo, veo el segundo problema de la teoría educativa en su capacidad limitada para hablar positivamente sobre su contenido21.

Para estar seguro: la relevancia pública no puede fabricarse o producirse intencionadamente. Sin embargo, podemos —y de hecho, como se argumenta aquí, debemos— luchar para desarrollar una relevancia pública de la teoría educativa. La relevancia política de la teoría educativa no puede conseguirse hablando sobre su propia relevancia política. Aunque el cambio cultural tiene lugar muy lentamente, se puede luchar por él, según Rorty, «velar por él»:

Desde el punto de vista de la cultura que sugiero, el progreso intelectual y moral se consigue formulando reivindicaciones que parecen absurdas a una generación y de sentido común a las siguientes. La función de los intelectuales es efectuar este cambio explicando cómo pueden las nuevas ideas, si se han probado, solucionar, o diluir, problemas creados por los que nos han precedido (Rorty, 2007, p. 85).

Tras esta interpretación no técnica de «lograr el cambio», creo que todo se reduce a lo que significa velar por él. Por esto quisiera concluir, como una perspectiva, sobre lo que significaría para la teoría educativa si fuera descrita de manera modal como relevante públicamente. En este sentido, sugiero que la teoría educativa podría estar cerca de una «crítica amable» (Laner, 2020), que es siempre también cuidadosa, sobre prácticas de investigación, situaciones y grupos que requieren una actitud de «cuidado y precaución» (Latour, 2004, p. 246), quizá incluso «amor por el mundo» (Hodgson, Vlieghe y Zamojski, 2017, p. 18), por los objetos investigados y sus efectos político-culturales.

Los objetos de la teoría educativa podrían entonces ser abordados «como uno se acercaría a un animal que se mantiene alejado, pausadamente y con precaución, y no con grandes y brutales conceptos y teorías, para los que la práctica sería solo un ejemplo» (Schildermans, 2020, sin paginación). Una posible expresión prudente en teoría educativa podría encontrarse en una afirmación de lo existente, con Whitehead «una realización de utilidad […]. Su expresión básica es: ¡Cuidado! ¡Esto es importante!» (Whitehead, 1938/1968, p. 116, énfasis añadido). Whitehead nos pide cuidado en nuestras abstracciones: ¿Qué efecto tienen? ¿Qué tipo de pensamiento provocan? ¿Cómo afectan a nuestra agrupación de posibles autodescripciones? «Sé cuidadoso, ¡este es un asunto de interés!» —¿Cómo sería la teoría educativa después de esta apelación?

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1. Este artículo es una versión profundamente revisada de mi contribución en alemán (Wortmann 2022a). Quiero agradecer a Anna-Lynn Ridderbusch, Christian Grabau, Hannah Klein, Jakob Himmelmann y Markus Rieger-Ladich sus comentarios sobre las primeras versiones de este artículo. Todas las traducciones a inglés han sido hechas por el autor.

2. Valdría la pena examinar el grado en que determinadas prácticas de teoría educativa eluden los modos de descripción propuestos en este texto, o si los actores se resisten a ellas en sus actividades situadas a nivel local. En la medida en que este artículo plantea una elevada generalización de la «teoría educativa», por un lado, en sentido estricto, uno no puede esperar ser capaz de realizar afirmaciones precisas para todo el paquete de prácticas de «teoría educativa». Pero, por otro lado, con el fin de ir más allá de un «situacionismo autosuficiente» (Schmidt y Volbers, 2011, p. 26), en el que hay un peligro de huir de generalizaciones, el texto pretende ofrecer descripciones adecuadas al menos para una gran parte de lo que hacemos cuando decimos que hacemos «teoría educativa». En este sentido, no sería más apropiado hablar de teorías educativas en plural, ya que se correría el riesgo de referirse a sistemas teóricos en lugar de centrarse en los aspectos prácticos de la teorización educativa.

3. Una excepción sorprendente aquí podría ser la economía.

4. Buchstein señala la distinción que se presenta de modo obsesivo en teoría política (Buchstein, 2020, sin paginación). A mi entender, sin embargo, esta distinción rara vez ha sido aplicada explícitamente dentro de la teoría educativa, es decir, en el sentido de la pregunta de que en qué medida la teoría educativa como actividad es o debe ser política o algo político en sí misma. Por ejemplo, Sattler y Schluß (2009) o Rieger-Ladich (2013) abordan la distinción entre política y lo político exclusivamente con respecto a la educación política del educando y de la ciudadanía, respectivamente. Lütke-Harmann (2016) examina el (la ausencia de) carácter político de determinados conceptos teóricos pedagógicos sociales desde una perspectiva teórica-diferencia. Schäfer analiza la inmensidad de la pedagogía con el fin de establecer, desde una perspectiva orientada hacia Laclau y Mouffe, que la «dominancia de los planteamientos teóricos pedagógicos […] no puede explicarse por el nivel de reflexión o la plausibilidad de sus explicaciones, sino como un efecto de controversias en las que tales teorías (sin embargo) desempeñan una función» (Schäfer, 2009, p. 391). No obstante, como se mostrará más adelante, esto ya presupone el carácter político de la pedagogía, cuya extensión se analizará aquí, como algo que se da por sentado en todas partes. Desde esta perspectiva, por supuesto, como he tratado de mostrar con referencia a Mouffe, el objeto de este texto sería por lo tanto incomprensible.

5. Consecuentemente, Derrida afirma que «la actividad filosófica no requiere práctica política, sino que es, en todos los sentidos, una práctica política» (citado en Hebekus, y Völker, 2012, p. 13, véase también Butler, 1997, capítulo 4). Incluso si esta afirmación se refiere a la ejecución y no al contenido de la actividad filosófica, este posicionamiento, que es sorprendentemente completado por normas deconstructivistas, corre el riesgo de unificación de la práctica de teorización filosófica o pedagógica. De igual modo, Reichenbach afirma que la «noción de lecturas políticamente ambiguas de lo pedagógico oculta la hipostatización de una interpretación difusa de la moralidad bajo la apariencia de significancia de lo político» (Reichenbach, 2016, p. 42). Aunque Reichenbach está interesado en las prácticas pedagógicas y el contenido político, mientras yo me centro aquí en prácticas científicas, su opinión puede no obstante leerse como una advertencia oportuna. En este sentido, podría reformularse: la idea de lecturas claramente políticas de la teorización educativa corre el riesgo de ocultar la hipóstasis de una interpretación difusa de moralidad bajo la apariencia de significancia de lo político.

6. Siguiendo las indicaciones de Bedorf (2010, pp. 23-26) y Marchart (2010, pp. 178-184), Rancière se interpreta aquí como un representante de la «diferencia de lo político» (Marchard, 2010) entre política (en Rancière: policía) y lo político (en Rancière: política).

7. A este respecto, es coherente que Rancière no se vea a sí mismo como filósofo político (Rancière, 2004, p. 3) y además «no ha escrito un solo libro sobre política, sino solamente algunos en los que la política aparece en diferentes formas: la de filosofía, la de historia, la de estética» (Hebekus y Völker, 2012, pp. 129-130).

8. El «todo es político» de Foucault (Foucault, 1996, p. 211) es interpretado por Marchart como una afirmación heideggeriana en la línea de Laclau/Mouffe: para Marchart, Foucault fue capaz de hacer esta afirmación «porque todo, precisamente, está permeado por relaciones de poder y fuerza» (Marchart, 2013, p. 431, énfasis añadido). Marchart considera que la problemática aquí identificada por Bedorf es «al fin y al cabo, nada[] […] sino solo sentido común, vendido en forma de dialéctica inoportuna», ya que pasa por alto «la naturaleza ontológica del concepto de lo político (con Foucault: el concepto de poder)» (ibid., pp. 431-432). Según Marchart, para Foucault «no hay relación social que no sea al mismo tiempo una relación de conflicto y poder» (ibid., p. 432). Sin embargo, este «es» y «sería», entendido ontológicamente por Marchart, también podría ser interpretado «nominalísticamente» siguiendo la autodescripción de Foucault (Foucault, 2011, p. 5). Luego Foucault intentaría sistemáticamente llevar esta consideración hasta su final sin llegar a alcanzarlo —que, contra Marchart («el mito […] de Foucault […] de la eterna batalla […] finalmente no le llevó a ninguna parte», Marchart, 2013, p. 433), solo sería bienvenida desde un punto de vista educativo. La afirmación de que todo es algo político podría entonces entenderse como una disposición experimental que podría ser reconciliada con mis consideraciones pragmatistas, no heideggerianas, presentadas en la segunda parte de este texto.

9. A pesar de que algunos pasajes en el ensayo de Horkheimer parecen sin duda como si la teoría tradicional respaldara el orden político imperante —que contradiría mi argumento, porque entonces también asumiría una inevitabilidad de lo político en cualquier teoría— desde mi punto de vista es solo una posibilidad, no un automatismo. Más bien es, en definitiva, igual de posible que lo contrario, el uso de resultados de la ciencia tradicional con fines de teoría crítica.

10. Muchas de las teorías revisadas no afirman esto en absoluto, pero esto no invalida el argumento. Esto solo asevera que si uno afirma contribuir al progreso político en su propio trabajo teórico sobre educación —y me parece que implícitamente este el caso la mayoría de las veces – esta afirmación puede fácilmente ser tirada por tierra. Esto es cierto independientemente de si las teorías a las que nos referimos también hacen esta afirmación para sí mismas. Tampoco implica que uno debe hacer esta afirmación para el progreso de lo político en la teoría educativa.

11. Podría incluso decirse que esta devaluación de la política se disfraza a sí misma de una aparente moderación y modestia respecto a las posibilidades (de lo político) de la teoría (de lo político). Por consiguiente, Bedorf escribe —con referencia a Lacoue-Labarthe y Nancy (1981), pero también ciertamente aplicable a la posición de Rancière— que «el filósofo no debe alzarse a sí mismo a la condición de un observador que pretende conocer cómo debe ordenarse la política o hacia donde debería evolucionar» (Bedorf, 2010, p. 14). Como se mostrará más abajo, Rorty también podría encontrarse en tal modestia (véase Schulenberg, 2017 sobre amplias similitudes metateóricas entre Rancière y Rorty), aunque en su caso modestia con respecto a las posibilidades políticas de la teoría en el sentido más estricto es indisociable de una devaluación de la teoría. En este sentido, describe «la política, al menos en los países democráticos, como algo que debe ser realizado de manera franca, directa, pública y con un lenguaje tan fácil de manejar como sea posible» (Rorty, 1996, p. 47).

12. En esto, las posiciones de Rorty y Mouffe son muy similares (p. ej., Mouffe, 2018, pp. 16-17). En cambio, Mouffe (2008, pp. 88-89) y Laclau (1996) critican con aspereza a Rorty por estar demasiado limitado a «solo aquellos movimientos estratégicos que son posibles dentro del universo discursivo del liberalismo americano» (Laclau, 1996, p. 70). En este sentido, se puede argumentar que Rorty celebra los logros de la democracia liberal —p. ej., libertad de expresión y de prensa, parlamentos, universidades— pero nunca defiende la democracia liberal en principio; por el contrario, siempre «concibe la democracia manteniéndose abierta a la reforma y al cambio institucional» (Selk, 2019, p. 409), lo que puede ser siempre pluralista en términos de ruptura mediante «costras de convención» (Dewey) Por lo tanto, la crítica que hace Mouffe de que Rorty «quiere retener la visión de un consenso que no implicaría ninguna forma de exclusión y la disponibilidad de alguna forma de realización de universalidad» (Mouffe, 2008, p. 89) no es precisa. Además del hecho de que Rorty ha contradicho explícitamente estas insinuaciones varias veces (p. ej. en Rorty, 2001a, incluso refiriéndose explícitamente a Mouffe, o en Rorty, 2001b, p. 262, donde sencillamente afirma que «no se puede realizar una sociedad democrática sin expulsar a los agitadores fascistas»), podría contrarrestar dicha crítica diciendo que no es particularmente importante políticamente, en la medida en que uno solo está de acuerdo en los objetivos políticos concretos —lo que, en mi opinión, sería una posición que facilitaría la consecución de la hegemonía de izquierdas por la que Laclau y Mouffe están luchando.

13. Aquí queda claro que la preocupación de Rorty con política cultural es principalmente un cambio lingüístico, mientras que para él la política se orienta fundamentalmente a las condiciones materiales. En contraste, Gilcher-Holtey describe el concepto de Brechtian de pensamiento interviniente como «el cambio de opiniones, actitudes conductuales, y acción política a través del cambio de esquemas interpretativos, de percepción y de clasificación del mundo social» (Gilcher-Holtey, 2007, p. 10), con lo que Rorty difícilmente podría estar de acuerdo con causa de ser un modo demasiado sicologista de describir tanto política como política cultural.

14. La misma Butler, en su debate entre Austin, Derrida, y Bourdieu, llega a una versión del discurso político como una posibilidad de (re)apropiación que es extremadamente similar a la política cultural de Rorty. Por ejemplo, escribe: «Un término como “libertad” puede llegar a significar lo que nunca había significado antes, puede llegar a abarcar intereses y temas que habían sido excluidos de su alcance» (Butler, 1997, p. 160, para la concepción de Rorty de «justicia como una más amplia solidaridad» véase Rorty, 2007, capítulo 3). Más allá de Rorty, sin embargo, Butler aborda ampliamente la dimensión corporal de la subjetivación lingüística (Butler, 1997).

15. Tras Rorty, Jörke debate tanto contra posiciones racionalistas orientadas a resultados como a las formuladas siguiendo a Derrida como «teoría de la democracia sin democracia» (Jörke, 2006, p. 260).

16. Tanto si esta valoración es correcta como si no, debo dejarlo a juicio del lector. Por esto, en el sentido de la concepción de política cultural descrito arriba, la pregunta rectora sería: ¿Cuándo los teóricos educativos conseguimos moldear el uso y significado de términos —que es lo mismo para Rorty siguiendo al Wittgenstein tardío – de modo que se convirtieron en comunes más allá de los debates puramente científico-profesionales?

17. Kaloianov (2014) asocia crítica de excelencia con la Escuela de Frankfurt por Habermas y los reputados Honneth, Forst, y Jaeggi, mientras que considera la crítica existencial representada por Benjamin, Horkheimer y Adorno. Tengo serias dudas sobre esta clasificación y no la comparto, pero sin embargo considero útil la distinción entre las dos formas de crítica.

18. No puedo ofrecer aquí ninguna evidencia de esta observación empírica. Tanto si es cierta como si no, debo en consecuencia, hasta que haya tal evidencia, dejarlo de nuevo a juicio del lector.

19. Estoy en el lado de la teoría crítica, p. ej. como es definida por Horkheimer, cuando se trata de aumentar la posibilidad de que la teoría (educativa) puede y debe iniciar el cambio político-cultural. Sin embargo, también coincido con Latour (2004) y Hodgson, Vlieghe y Zamojski (2017) en que algunas de las herramientas establecidas de teoría crítica han perdido en gran medida su potencial transformador. Por lo tanto, estoy interesado en el desarrollo de un planteamiento poscrítico de la investigación y teoría educativa (Wortmann, 2019, 2020).

20. Bünger (2019, p. 161) sostiene que el término «crítico» es cuestionable no solo por su elevada complejidad en la historia de la filosofía, sino aún más por su uso diario. Bittner (2009, p. 136) señala que este uso cotidiano es casi exclusivamente negativo y normativo: decir algo críticamente es decir cómo algo no debe ser.

21. Desde una perspectiva crítica podría objetarse que este segundo punto (falta de vocabulario positivo) contradice el primero (muy poca crítica existencial) porque podríamos encontrar algo que sea positivo en lo existente si comenzamos a partir de las vidas de los oprimidos. Sin embargo, esto me parece una contradicción menor que la que señala los límites de la crítica existencial. Si bien, desde una perspectiva político-cultural, propongo ser crítico existencialmente más a menudo, no pienso que esto sea suficiente para una mayor relevancia pública de la teoría educativa cuando se considera como único instrumento.